Pensé escribir este Tedio sobre algunos pasajes del Makura no Soshi, de Sei Shonagon, cortesana de la emperatriz Sadako durante la última década del décimo siglo nipón. El Makura no Soshi, o libro de almohada, que se popularizó gracias a la desconcertante película de Greenaway, The Pillow Book, consta de una estructura delicada, construida en base a tres géneros que incluyen algo tan desesperadamente hermoso como lo son el monozukushi, o catálogo de cosas, el zuisou o ensayo y, por último, el nikki, que es el diario. En fin, una exquisita versatilidad genérica que sorprende a siglos de distancia.
Tenía dos o tres imágenes turbadoras en la cabeza, ya casi sentía el movimiento de mis dedos sobre el teclado, un recorrido entre hojas otoñales, estanques repletos de lotos, cuando recibo un mail de D. Pratt con una breve nota exaltada y la dirección de una página donde debería encontrar (y encontré), la última entrevista de Roberto Bolaños, poco antes de morir a medidas del 2003, después de una enfermedad hepática que apenas le alcanzó para vivir hasta los 48 años. La entrevista puede ubicarse fácilmente en la red bajo el título de "Estrella Distante".
Siempre supe que Bolaños sería, que será, uno de los escritores que algún día leeré con sorpresa, con admiración. Hace unos meses compré Los Detectives Salvajes, comencé a leerla. Llovía, supe que estaba descubriendo un buen libro. Cerré la tapa y decidí esperar, no por miedo al placer, sino por una intuición, por el deseo de cuidar a lo que desearía paladear bien. Desde antes, algo del eco de sus entrevistas ha llegado a mí, algo de aquella historia según la cual vivió algún tiempo de pescar concursos literarios en España --en un tiempo en que al preguntarle si fue pobre respondió, citando a una intrepretación de Vittorio Gassman: modestamente, sí.
Soy poco sensible a las historias personales de los escritores; prefiero sus libros, mucho más si son capaces de regalarnos un universo --por ejemplo, no veo el sentido de atrapar de reojo el modo como una bella bailarina se cepilla los dientes, a no ser la curiosidad, un atributo encomiable a la hora de leer un libro, pero algo innecesario a la hora de atragantarse de la vida de quien lo escribe, pobres señores atareados en su más bien lacónica privacidad. En fin, supongo que intento no dejarme impresionar fácilmente. Ahora, aquella historia de Bolaños, la imagen de un escritor delgado, de grandes lentes, con un eterno cigarrillo, de un aire vago con Charlie García, con Woody Allen, con el también chileno Humberto Maturana, me hacía sentir una simpatía automática, la intuición de una historia, el tipo de cosas que secretamente algún día he deseado ser.
Hoy, finalmente, leo la entrevista y descubro clara, llana, brillante, la sencilla honestidad de un hombre que sabe que se está muriendo. No sé por qué, pero pienso que la sabiduría (tópico que ignoro), tal vez sea comprender afectivamente la inexistencia de los polos. Que tal vez sea la comprensión de que es la vida quien es sabia, al tiempo que es cruel, hermosa, irónica. Sospecho que la sabiduría debe tener algo que ver con el mínimo gesto de sonreír ante la propia fatuidad, ante la belleza desconcertante del mundo. Que no es preciso buscarla, que apenas sea suficiente vivir tan buenamente como sea posible, estando atento a comprender las señales del camino.
Casi no tiene importancia decirlo, pero leí la entrevista de un hombre sabio. Un hombre que, al mismo tiempo, tiene el humor de construir alguna boutade sobre el tema más estricto y serio del final de sus días, que al ser preguntado sobre su idea del paraíso, responde que esperaría que fuese como Venecia, que estuviese lleno de italianas e italianos. Luego, ante la pregunta de a quién le gustaría encontrarse en el más allá responde que sí, que qué sorpresa descubrir que exista. Que tal vez se inscribiría en algún curso de Pascal.
Cuando acabé de leer, busqué algo de sus textos. Encontré un cuento: El Ojo Silva. Leí lenta, pausada, detalladamente. Al terminar, supe que comprendía la historia de ese cuento y que ni siquiera hacía falta llorar.
Dije: este es el Tedio. Sentí frío (era hora de almuerzo), caminé hasta un cafetín cercano, pensaba en el cuento de Bolaños, en las imágenes, en el milagro de poder estar conmovido. Llegué a la taquilla, pedí un ticket para un café. La cajera tenía una pequeña curita sobre el labio superior. ¿Te cortaste?, le pregunté. Me miró fijamente a los ojos y me dijo: tengo treinta y dos puntos internos. Lo sentí por ella. Lamenté que la vida exija algo de dolor, que la maravilla precise de episodios tristes. Me miró y supe que nos entendimos. Salí con el ticket en la mano. Caracas es fría este segundo jueves de Enero. Los colores son brillantes, la vida es sabia y es cruel. En silencio, me pregunté:¿a dónde van los escritores muertos? y me respondí: no importa a dónde van. Importa qué supieron hacer en esta vida, si supieron ser leales a su más íntima, personal literatura y así la escribieron.