Debió ser en las postrimerías de los años 70, tal vez los primeros años de los 80, no sé. La lluvia de mayo caía con el pálido rumor de lo intangible para quedar suspendida con artificio entre el verde de las acacias y los bucares que enfilaban la calle vista desde la ventana. En la planta baja, los columpios de un parque pintado de colores permanecían suspendidos en una soledad sin tiempo. A lo lejos se escuchaba la percusión dormida de una canción de la Fania All Stars. El cielo estaba sellado en un plomo de tiburón. Era difícil saber si alguna vez saldríamos de allí.
Era el apartamento de algún familiar que acababa de regresar del exterior; por eso, aquella visita larga, fatigosa, el sonido de las tazas en la sala, las voces de las mujeres de mi familia, el bamboleo bizarro de un móvil chino, la imposibilidad de salir de aquél encierro hasta que terminase la lluvia. Lo recuerdo bien pues la contrariedad de esa tarde dio paso a un descubrimiento sorprendente: aburrido, frustrado, sin ningún otro niño con quien jugar, decidí hurgar en una de las bibliotecas instaladas en el corredor que conducía a las habitaciones de aquél apartamento. Allí, en un estante de madera de pino, entre libros de contabilidad, almanaques mundiales y ediciones de textos inhóspitos, encontré una Enciclopedia de la Segunda Guerra Mundial de doce volúmenes en pasta azul celeste. Sin mucho más qué hacer, me decidí por dar un vistazo al primer tomo. Apenas sabía leer. Apenas tenía interés de leer nada (la lectura no era un hábito ni una pasión, la lectura era un tormento solitario en el colegio), pero al abrir las grandes y pesadas láminas de papel satinado descubrí una secuencia de fotografías desgarradoras que me imantaron. El tiempo quedó suspendido.
Mis ojos recorrieron una a una las imágenes horroríficas de la segunda guerra, el ámbito de destrucción, los edificios derruidos, los escombros, los perfiles atemorizantes de la maquinaria alemana. Las veía, creo, por primera vez, pero comprendía que eran el registro de los acontecimientos que, a veces, papá me contaba sentados en el porche de nuestra casa, entre una grama de verde intenso, un jazmín y veintidós intrincadas matas de rosa, al tiempo que veíamos caer el atardecer. En esas historias, papá hablaba de eventos circunstanciales, míticos, blandos: un submarino alemán que fue avistado cercano a las costas del país (la referencia es cierta, pude leerlo en una visita que hice alguna vez a El Nacional), las historias que alguna vez le contaron los pobres italianos expatriados, la heroica resistencia Aliada, el frío de Normandía. Ahora, en cambio, solo, ante esas láminas grisáceas de la enciclopedia, la historia estaba recubierta por una película de horror que no conocía: ahora veía rostros asustados, veía la huella de oruga que dejó un tanque alemán sobre los campos polacos, junto a una vaca muerta. Ahora veía las fachadas de una calle de Europa asolada por el plomo y la metralla: vidrios rotos, escombros, mujeres cubiertas con pañuelos que corrían desbandadas.
Atendía poco a los renglones de la historia. Pero mi mirada recorrió ese día, volumen tras volumen, las imágenes en blanco y negro de muchos momentos decisivos en una vertiginosa biografía fotográfica: la caída de París, el exterminio de los judíos de toda Europa, la pompa desquiciada del Duce en Italia, los bombardeos nocturnos sobre Londres a cargo de los afilados perfiles de los Stuka de la Luftwaffe, los bunkers alemanes escondidos entre las hayas y los robles de los bosques de Europa Central, las maniobras de las fuerzas del Eje, el bombardeo de Pearl-Harbor, la derrota del Afrikakorps, el sitio de Stalingrado, el desembarco de Normandía, el rostro melancólico de Eva Braun, la caída del Fürher en Berlín, el hongo fulminante de Hiroshima y Nagasaki.
La historia personal es una sucesión de imágenes imperecederas, de impactos turbadores que quedan grabados en algún lugar de uno mismo con una caligrafía cuneiforme. Supongo que en ese momento se abría una página de mi propia historia, se iniciaba un grabado del que ya no podría escapar, pues aquellas fotos en blanco y negro eran la puerta de entrada a otro modo de ver el mundo, a una instancia del horror que iba más allá de mi ciudad plana, del silencio de mis padres, del salto de las mascotas en el patio de mi casa con árboles, del fastidio que recorría mi vida con el espasmo del sueño.
Afuera, bajo el peso de la lluvia, veía un parque, las formas de los árboles, el paso de un Cougar negro con una imitación acrílica del fuego en sus puertas, las imágenes comunes de mi mundo, imágenes que me pertenecían, que se arreglaban a la estética de la vida tal como creía que debía ser. En las páginas satinadas de la Enciclopedia descubría la otra cara del horror del mundo, la sorpresa de lo desquiciado, el fragor de la destrucción y la muerte.
Esas imágenes ahora se asimilaban a los retazos cotidianos. Eran un descubrimiento crudo, atemorizante de las posibilidades espantosas del mundo. Desde entonces, el miedo, la incertidumbre, cobró una forma precisa. El miedo comenzó a parecerse al pánico de ver aparecer un Stuka (dibujé muchos en los grandes blocks que mis padres me compraban para jugar). El miedo cobró la forma de un oficial de la Wehrmacht con sus pesadas botas con clavos, de sus pantalones con bombachas, semejando la forma de un hombre que recién ha bajado de un caballo. Pintaba stukas, pintaba abigarrados Messerschmitt, pintaba, a veces, filosos Mustangs y Spitfires aliados, bombarderos Liberators, fortalezas aéreas. Era un niño. Pero intuía secretamente que la guerra no estaba lejos, que las guerras existían. Intuía que la imagen suspendida de mi casa, de mi antigua casa de amplio jardín, frente a un cielo amplio, desmesurado, recubierto de nubes, era un escenario del mundo: no el único.
Eran, a fin de cuentas, los inicios de una educación sentimental ante el horror. Vuelvo ahora a esos recuerdos que en el fondo son sólo algo muy íntimo que podría no interesarle a casi nadie. Si los cuento es porque ahora regresan, justo en estos días en los que Caracas se enturbia entre barricadas, hoscos ministros patéticos, miserables gendarmes que se detienen en una esquina y se mecen la entrepierna en un ceremonial fálico tonto y fútil tan viejo como el tiempo. Pienso en la risa burlesca de los lacayos, en las tristes muertes absurdas (asesinatos sin culpables, sin ley) que sólo encuentran eco en el plasma acuoso de la nada.
No pienso en consignas. No logro convencerme por ninguna supuesta racionalidad. Comprendo sin esfuerzo que habito un lugar en el que algunas personas mueren sin ningún sentido por las ideas de un demente. Allá está el mundo, entre las fumarolas, entre el sonido de algún helicóptero. En el mío, en que el sólo a mí me pertenece, veo un cielo encapotado en el que vuelan los filosos perfiles de los stukas y apenas si puedo pensar en el miedo y la tristeza.