Presas fáciles

a milet

Debía de estar a la mitad de sus veintes y su confusión estaba en apogeo. Atravesaba justamente el punto en el que todas las certezas adquiridas con los primeros destellos de madurez empiezan a ser impactadas por el mundo real. No era, en suma, una presa difícil.

La conocí en uno de esos espacios públicos en los que el estruendo del divertimento general acalla eficazmente los gritos de la soledad. Me bastó cotejar un par de sus actitudes para saber que estaba en busca de alguien, aún indefinido, que la hiciera sentir plena, viva. Pude decirle que en realidad estaba en busca de sí misma, pero eso con seguridad lo descubriría algún día, por su cuenta. Además, era sólo una presa y no podía darle armas para defenderse.

No fue eso, sin embargo, lo que me hizo acercarme a ella. Era una mujer hermosa, pero había alrededor decenas de mujeres que la superaban con facilidad. Algunas de ellas, inclusive, conocían ya mi casa, mi cama; algunas me habían jurado incondicional afecto antes de partir. Lo que me atrajo de esta presa en particular fueron sus ojos castaños, que brillaban con luz interior y que tanto me recordaban la mirada de Alejandra.

El contacto inicial fue accidentado y oscuro, como suele suceder con las personas complicadas. Pero poco a poco mi tacto se impuso y ella empezó a manifestar por mí un interés cada vez más desenfadado. La rodeé con mis historias, la asedié con la expresión de mi rostro. La hice reír, y su risa se escuchaba como el aletear huidizo de las palomas con las que jugaba Alejandra, por las tardes, bajo los árboles.

Los días pasaron sin prisa y volvimos a vernos. Moría la tarde y tomamos un café, durante el cual ella me habló de su tragedia y yo la alegré un poco hablándole de su mirada, de su piel. Cuando se escoge como presa a una persona sufriente, apartarla, con oficio, del dolor, entorpece sus mecanismos de defensa. Nos despedimos con un abrazo y creo no equivocarme al recordarla estremecida.

Al regresar me dediqué a organizar mis cosas. Saqué de mi habitación los libros de cabecera, aceité las bisagras molestas de una puerta, deseché envases viejos e inútiles que se agrupaban en los rincones y limpié en general toda la casa. Me preparaba para invitarla a cenar y debía asegurarme de agradarla. Silenciosa, Alejandra me seguía por todos lados y, como siempre, fingía no mirarme. Supongo que suponía que algo me tramaba.

Esa noche me acosté muy tarde. Me sorprendió sentir el calor de Alejandra en mi cama y la atraje hacia mí. Ni siquiera fue necesario pronunciar palabra alguna. Su tibia respiración muy cerca de mi rostro me ayudó a dormirme. Desperté un poco después sólo para darme cuenta de que Alejandra, como todas las noches, ya no estaba conmigo.

Como había previsto, no dudó cuando la invité a casa. Preparé una cena sencilla y un escenario acogedor que agradeció sin elocuencia, vistiendo de cautela su último esfuerzo por defender de mi ataque sostenido sus predios. Fue en vano. Un paso a la vez, la arrinconé al borde de un precipicio hasta que sólo precisé de un gesto para que cayera feliz, abandonada. Al fin nuestros labios se juntaron y su aliento cálido bañó mi rostro. Abrí mis ojos durante el beso y comprobé que sonreía.

Mientras la conducía al precipicio de mi habitación me pregunté dónde podría estar Alejandra. No quería que, como había hecho ya otras veces, saltara sobre la cama asustando a la compañera de turno en pleno fragor. No podía, sin embargo, cerrar la puerta para evitar que entrara, pues eso solía enfurecerla y la hacía intentarlo todo, inclusive entrar por la ventana.

Fue una presa deliciosa. En silencio nos desvestimos explorando los nuevos territorios, tocándolo todo en una callada euforia, entonando himnos guturales. La besé franco con todo mi cuerpo haciéndola rodar con tibios empellones por las paredes del precipicio. Su mirada lamía mi piel y su piel era una ondeante bandera blanca de poros henchidos. Desiertos, islas y bosques estallaron trémulos en la penumbra. Nuestras extremidades entrelazadas aún hervían cuando nos quedamos dormidos.

Al despertar, poco después, Alejandra ya estaba en la habitación. Ignoro cuánto tiempo llevaba allí; no me sorprendería que lo hubiera presenciado todo. Traía consigo su propia presa, cuyos mecanismos de defensa entorpecía apartándola del dolor con su mirada hipnótica, que fingía no mirarme. Era una presa joven, quizás demasiado para los hábitos de mi Alejandra. Se dejaba hacer casi inmóvil, abandonada a los oficios que ella desplegaba con la sabiduría instintiva que le habían legado sus tropelías nocturnas. Podría decirse que esperaba con ansias el zarpazo final, el dictamen definitivo con el que Alejandra la conduciría irremisiblemente al precipicio.

Como siempre antes de su última acometida, Alejandra me lanzó una rápida mirada, tan distinta a la habitualmente esquiva. No sin lástima escuché entonces los débiles gemidos de su presa, y sonreí. Aunque por su parte Alejandra no sonreía, su mirada de satisfacción, ahora concentrada en los espasmos de su presa, lo decía todo en silencio.

Haber engullido aquella piel joven había terminado por arrasar mi garganta. Como pude me desembaracé de la ahora dormida bandera y me levanté en busca de un poco de agua. Alejandra me siguió, siempre en silencio.

En alguna parte leí que, cuando se frotan contra las piernas de un humano, no están los gatos expresando afecto, sino propiedad: literalmente, están marcando su territorio. Aún relamiéndose de gusto, Alejandra se frota contra mi pierna desnuda. Me declara su territorio. Alza orgullosa su cola y sale de la casa por una ventana, sin mirarme siquiera.

-Jorge Gómez Jiménez
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