Viaje al sur-Luis Nouel 4/8/01 Llego al Hotel Conde Ansúrez (Av. República, 25). El personal del hotel, increíblemente cálido, estaba esperando "al esposo de la señora Natalia". Ella lleva una semana aquí y se los ha ganado a todos. Mi amigo Orlando dice que toda ciudad debería tener su Ávila, pero Santiago tiene nada más y nada menos que los Andes nevados como escenario de fondo. Los blancos van cambiando a cada hora del día, así que nunca la vista deja de desviarse buscando la cordillera para ver como enmarca cada avenida de la ciudad. A primera hora Natalia y yo caminamos hasta la Estación Central de Ferrocarriles. De aquí salen los trenes al sur. (En un país tan estrecho no hay este ni oeste). Su estructura metálica fue diseñada a principios de siglo por la compañía de Eiffel. Donde se cruzan las aguas del techo hay dos dragones de un metal verdoso que le rugen a un antiguo reloj. Comienzo a cantar como un tonto "Tren al Sur" de Los Prisioneros. La gente viste con colores oscuros y se trata con distante formalidad, sin embargo nadie deja de ser amable. Natalia ya conoce la ciudad de cabo a rabo y me guía en el Metro hasta el Palacio de La Moneda. El edificio tiene una rígida fachada blanca, es más como un inmenso muro. El patio central, encerrado en paredes de piedras, se antoja más antiguo que el resto del lugar. Hay algunas esculturas modernas que contrastan con el resto de la edificación, árboles de naranjas y una fuente en el medio de todo. En las afueras, una plaza adoquinada bordeada de césped impecable y flores del día hace lo que puede para no recordar las escenas del derrocamiento de Allende, sin embargo aún los edificios de los alrededores tienen heridas de bala que sangran lo ocurrido. Tomamos el Metro rumbo a Bella Vista en busca de la casa de Neruda. Matilda, su segunda esposa, era conocida en el mundo lírico francés como La Medusa por su cabellera roja y alborotada, asì que construyó esta casa en su honor y la llamó "La Chascona", como se le dice en Chile a las mujeres despeinadas. La casa es fascinante; además de su hermosa estructura de madera y piedra integradas al cerro, los objetos se mantienen intactos en el lugar en que estaban cuando murió su dueño. Todo habla del carácter del genio; los cuadros, los muebles, las alfombras y hasta las vajillas tienen un significado que ilumina de inmediato la personalidad de Neruda. Era sin duda un hombre alegre: hay disfraces, juegos, pasadizos para sorprender a los amigos, frascos para sal y pimienta que dicen "marihuana y morfina" Parece que en cualquier momento fuera a aparecer un hospitalario Pablo brindándonos un cigarro y contando un chiste. En el estudio del poeta se exhiben unos cuantos poemas manuscritos; escribía con letra corrida, trazos suaves y líneas que se iban inclinando hacia abajo. Aquí queda claro que ser escritor no es un oficio en sí mismo. Es sólo la consecuencia de una posición ante la vida; es un producto de la íntegra personalidad del artista. A pocos metros de La Chascona nos embarcamos en un funicular de principios de siglo que nos eleva hasta la cima del Cerro San Cristóbal, el más grande de los verdes chichones que surgen de la planicie de Santiago. Tiene museos, zoológicos, senderos y piscinas. Desde arriba se aprecia una gran vista de la ciudad. Allí compramos una empanada de pino y mote con huesillo. La empanada está rellena de carne, huevo duro, cebolla, pimentón: deliciosa. El mote es difícil de explicar; se trata de una bebida fermentada a base de durazno (como un guarapo), tiene un durazno entero adentro y granos de trigo sumergidos en el fondo. Bajamos en teleférico y pudimos ver que una buena parte de la miseria de la ciudad se encuentra oculta al otro lado del cerro: casitas pobres con techo de zinc (ranchitos, pues) hasta donde alcanza la vista. En la noche salimos a tomar algo en la Calle Suecia, donde nos esperan pubs, discotecas y cafés. Pruebo mi primer Pisco Sour del viaje mientras veo a mi alrededor lo mismo que en la noche caraqueña: Chicas elegantes, galanes enchaquetados, y dependiendo del ánimo se puede escuchar música en inglés o bailar salsa en las "salsotecas". El viaje continúa por los pueblos de las Vertientes del Río Maipó, que baja directamente de los Andes. Paramos en una cabañita con un horno de barro de donde salen unas empanadas de pino buenísimas, pero dejamos espacio para el almuerzo. Nos despedimos de Patricia en el mercado, y nos quedamos gozando de la gran estructura metálica de principios de siglo, con vigas entrelazadas que hacen toda una trama en el techo. Vemos los más raros pescados y moluscos a la venta y nos sentamos a comer en "Donde Augusto", uno de los muchos restaurantes que conviven con los puestos de comerciantes. Pedimos erizo, "locos" y ostiones. El erizo tiene un sabor dulzón y una textura demasiado gelatinosa para nuestro gusto, pero lo demás está buenísimo.
Llegamos al Gran Hotel Hispano (Av. De Mayo, 861). Un antiguo edificio que casi pasa desapercibido por su estrecha fachada. Por dentro la madera cruje. Su última remodelación lo dejó con tonos pasteles algo cursis, pero no ha perdido su caràcter. Un patio interior y puertas de vidrio ocultas por celosías delata a uno de los hoteles más antiguos de la ciudad y las fotos de principios de siglo que cuelgan en las paredes lo prueban. En nuestra primera exploración por Buenos Aires nos preguntamos ¿Qué hace un pedazo de París tan al sur? Los edificios de principios de siglo y las anchas aceras recuerdan sin cesar a la ciudad luz. A diferencia de la formalidad santiaguina, la gente viste de colores por la calle, conversa y ríe en voz alta. Las mujeres se afanan en ser sensuales, los hombres, en ser elegantes. Buscamos la Plaza de Mayo en la dirección equivocada y llegamos al Congreso. Nos devolvemos y al fin llegamos adonde se ha parido una buena parte de la historia reciente de Argentina. La rodea la Catedral, el Cabildo y la Casa Rosada. Las protestas han dejado el dibujo de las víctimas de la dictadura en el piso. Vendedores ambulantes ofrecen banderas y fotos de Maradona (peludo, como de 15 años), una de ellas dice: "Algún día tus hijos y los hijos de tus hijos preguntarán por él". Hay piquetes de desempleados en la ciudad. Grupos de gente protestando, trancando calles. Todos hablan de la crisis; en los titulares de los periódicos hay expectativa por un préstamo del FMI que aliviará las cosas. El argentino es un pueblo político. Se lee en una pared: "nos mean y la prensa dice que llueve". Acabamos disfrutando del atardecer en un café en Puerto Maderos, a la orilla del dique de Río de la Plata. Nos lanzamos al Barrio San Telmo, conocido por sus antigüedades. A duras penas aguantamos la tentación de comprar alguna (¿Y cómo nos llevamos esa lámpara?). Llegamos al café Dorrego, un antiguo lugar de mesas centenarias y botellas amnésicas que espían a los clientes desde sus vitrinas polvorientas; lámparas modernistas, retratos de Gardel y un tango que sale de las cornetas para cristalizar la nostalgia bonaerense. Un letrero en la pared reza: "se ruega no escupir en el suelo por razones de higiene". En la gran barra muchos han dejado constancia de su paso con fechas, chistes y mensajes que hieren la madera. Almorzamos un bife de chorizo en "La Glorieta de San Telmo. La carne aquí es tan jugosa que parece un fruto. Como aspirante a escritor no puedo dejar de ir tras la pista de Borges y luego de una peregrinación inaudita que nos tomó buena parte de la tarde, logramos dar con el "Museo Solar Natal de Jorge Luis Borges. Atónitos nos encontramos con que es un localcito prescindible construido sobre el terreno en el que se demolió la casa del escritor. Natalia me comenta que el museo es tan simple que parece una peluquería. Yo la arrastré hasta aquí, así que por orgullo no respondo, sin embargo tiene toda la razón. Adentro una guía nos explica lo que hay en varias vitrinas; recuerdos de la familia, libros, poemas manuscritos y algunas cosas que revelan una recopilación tardía y apresurada. La letra del escritor era pequeña, cuadrada, firme. Salimos algo decepcionados. Esperaba algo más aunque no fuera "Borgelandia". La noche nos lanza al Café Tortoni, el café-teatro más antiguo de la ciudad. En él se sentaron Gardel, Pirandello, García Lorca, Benedetti. En el Salón "Alfonsina Storni" " se presenta "El Cuarteto Tango". Comienza la melodía de "Por una cabeza" y Buenos Aires se mete en el pulso. El cantante tendrá unos 50 años y está visiblemente emocionado por su debut en el Tortoni. Llora cuando canta y ríe como un niño cuando suenan los aplausos. En cada acorde el músico comparte su alma con el bandoneón, le duele cada nota. El pianista se divierte con las teclas y el bajista, seriesísimo, ni siquiera levanta el rostro. Una pareja se desliza sobre el escenario y nos deja boquiabiertos a los que jamàs hemos bailado tango, ella con reveladora falda, él con traje de "guapo". La noche acaba dulce en ese lugar donde se dice que Pirandello escuchó emocionado a Gardel cantando "Noche Triste". Salimos a caminar por la calle Corrientes (siguiendo el ejemplo de Fito). Hay teatros y librerías en cada esquina. Compramos "Fontanarrosa y el segundo sexo", "Te digo Mas... y otros cuentos", de Fontanarrosa también, "Un día en la vida de Dios" de Martín Caparrós y la recopilación personal de cuentos de Cortázar. Nos alejamos demasiado del centro y la ciudad va perdiendo la compostura; cuando todo parece Chacaíto nos devolvemos. Entramos al cementerio de Recoletas. Las lúgubres esculturas sobrecogen a cualquiera por su belleza y solemnidad. No podemos dejar de pasar por el mausoleo de Evita, llena de flores, y el de Bioy Casares. Noche de rumba en Recoletas. La marcha empieza tarde, pero la gente acude sin falta para sumergirse en un baño de moda que mantiene a flote la volátil idea de que la vida es bella. En la noche hacemos nuestra última caminata del viaje que acaba con un "pisco sour" en la calle Suecia. Entre cada trago nos hacemos esas promesas de vida que suenan mejor cuando estamos lejos de todo lo que habitualmente nos rodea. La última es volver al sur con más tiempo. Quedaron cosas pendientes; pero siempre hay que dejar algo para el próximo viaje. |
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