El olvido es una fotografía dormida

-Pedro Enrique Rodriguez
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«Para recordar es necesario confiarse primero al olvido»
-Maurice Blanchot


Allí está: es una imagen suspendida tras los restos de recuerdos. Ella está sentada en una mesa en un cafetín de la Universidad Central, viste una franela mostaza que enfatiza el volumen ingrávido de sus senos, la breve ondulación de sus hombros, el desamparo de su cuello y el cabello castaño. En una mano sostiene un jugo de fresa; en la otra, un libro antológico de César Vallejo. Apenas hace unos meses su cuerpo se ha desnudado junto a mí. Apenas unos meses atrás hemos escuchado, absortos, El Mandarín Maravilloso de Bela Bartok. Somos ingenuos, esquemáticos, torpes. Ella descubre las sinécdoques, los tropos, el vértigo de la pasión, el dolor de la ternura en la punta de la lengua, todo al mismo tiempo. Debe ser el mes de mayo. Todo huele a la lluvia de mayo. Al fondo veo caer las hojas de un bambú, espadas vegetales, alfileres que vuelan al sesgo por el ímpetu de la brisa y el frío. Ella apenas encoge sus hombros y el desamparo de su cuello crece con el ímpetu de lo inevitable. Se acerca a mí, me mira, y al fijarme en sus ojos puedo ver el reflejo del otro flanco del cafetín. Sus ojos reflejan la lluvia a mis espaldas, sus ojos son la cámara secreta de un mundo que se opaca si estoy a su lado. Ella pasa una página del libro de Vallejo y lee en voz alta:

Tengo ahora 70 soles peruanos.
Cojo la penúltima moneda, la que sue-
na 69 veces púnicas.
Y he aquí, al finalizar su rol,
Quémase toda y arde llameante,
     Llameante,
Redonda entre mis tímpanos alucinados.

Ella lee, y la ciudad está lejos de todo, perdida entre la lluvia de mayo, la borrasca gris que cubre el cielo de Caracas, la lluvia ciega que se estrella contra los árboles. Todo es presente en esa imagen. Luego, cuando escampe, caminaremos por un sendero que es, también, un bosque. Ahora lee, luego, más tarde, ella hará una llamada telefónica. Somos ingenuos, esquemáticos, torpes. Dirá que se quedará estudiando con Verónica. Dirá que no llegará esa noche. Dirá que la habitación del hotel al que entraremos es una mansarda triste de París y esa será, a su manera, un referencia literaria de un cuento que es, también, un cuento de una belleza desolada. Dirá: <mira esto>, en el momento en que suba su franela mostaza y me muestre, breve trofeo delirante, el volumen de sus senos, el misterio de su sexo, el vértigo de sus caderas. Esa noche nos abrazaremos en el espacio secreto de una ciudad crepitante bajo la realidad gastada de la lluvia. Todo eso ocurrirá. Todo eso querrá ocurrir después, poco después de terminar de leer.

Pero ahora ella lee, y la moneda, el sol peruano, es un objeto redondo entre sus tímpanos alucinados. Ella lee y yo miro el sendero por donde en pocos minutos, cuando escampe, ambos nos perderemos tomados de la mano. El sendero está solo, es sólo un túnel vegetal repleto de lluvia, pero en minutos será el lugar por el caminaremos, por donde se perderá su figura y mi figura. Yo iré con ella, tomado de su mano, yo me quedaré sentado para siempre en esta mesa donde ahora ella lee.

Ese será el recuerdo más cercano que guarde de ella. Ese será el recuerdo que sobrevivirá para siempre al olvido. De un modo difícil de explicar ahora esa imagen de la lluvia, los poemas de la pobreza vallejiana, el cuerpo pálido de ella, la niebla de la tarde serán una fotografía que alguien o algo habrá de dejar fijada en mi memoria. Años después, esa foto me será ajena, me será entrañable. Años después me sorprenderá, me asustará descubrir que una de las épocas más felices, más alucinantes del pasado, puedan condensarse con sencillez en un recuadro captado por una cámara Kodak que, por supuesto, no existe, que nunca estuvo allí.