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Reliquias belgas (o es que todo el mundo estaba ahí recogiendo souvenirs)

Viaje: Tatiana Sledzinski
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Fotos: O.
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Ya desde la noche anterior me entusiasmaba mucho la idea de ir a Brujas, primero por la Madonna de Miguel Ángel, y luego porque O. siempre se la pasa hablando maravillas de esa ciudad. Salimos algo tarde de Amberes. Llenamos el espacio correspondiente del Go Pass después de un rato en el tren. Íbamos muy animados, acordando lo que veríamos, a qué hora, en qué orden. Pasamos por Gent y me llamó la atención la silueta de la torre que sobresalía a lo lejos, lejísimo. Por primera vez pensé en la idea de ir sola a alguna parte. Esto nos dio tema de conversación por un buen rato.

Llegamos a la estación, decorada con un mural alusivo a la ciudad y sus alrededores. Lo primero que hicimos, sobre todo por cuestión de horario, fue tomar un autobús hasta Kruisvest, al noreste de la ciudad. En ningún otro lugar yo había disfrutado tan sincera y obviamente el paisaje: todas aquellas casitas de múltiples colores alineadas bajo el cielo azul, flanqueadas por los árboles delgados, pobres, flaquísimos sin sus hojas. Las calles eran, sí, como animales que se encontraban en las esquinas silenciosas, limpias, pero tan llenas de vida... ¡Y lo que nos esperaba en la parada! Llegamos a los molinos, casi en las afueras de Brujas, lindando a cierta distancia con los muros de la ciudad antiguamente fortificada. No había casi nadie por allí, sólo O. y yo y un par de turistas más que se fueron pronto. En pleno invierno de una ciudad lluviosa, me sorprendía la nitidez del cielo despejado, la nitidez de la grama verde sobre las colinitas donde sabiamente habían dispuesto a los coquetos molinos. La grama y el momento de paz me recordaron a La Estancia, cuando nos refugiábamos allí toda una mañana o una tarde, hasta que nos botaban. Nos sentamos en un banquito a comernos una ensalada con queso griego que él había preparado la noche anterior. Interrumpí el momento de silencio para comentarle mi idea de volver a Europa, sola.

Nos fuimos al centro caminando. Yo me imaginaba que esta sería como otras ciudades, sin nada interesante fuera del casco turístico, pero Brujas entera es como un gran museo al aire libre, y además anónimo. Al poco rato empecé a ver las primeras de muchas carretas tiradas por caballos. Llegamos directo al Markt, donde se levanta muy señorial el Campanario con sus 83 metros de altura y sus 366 peldaños, construido entre los siglos XIII y XVI, gótico como el que más; en los arcos de la entrada se refugiaba la gente a comerse sus frites.

A 100 francos la entrada normal y 80 para estudiantes, las compramos y subimos. Un poco más arriba de la entrada había un pequeño museo que sustituía la anterior tesorería incendiada. Allí estaba la antigua campana, algunos baúles y un par de rejas del siglo XII, nada demasiado extraordinario. Aquello era subir escalones angostos y empinados, encontrando uno que otro japonés en el camino. A cierta altura estaba el mecanismo que mueve el carillón, tan grande y viejo como asombroso. Ya arriba, estaban las 47 campanas, 27 toneladas de bronce entre todas. Hacía una brisa insólita, casi sobrenatural. Se veía toda Brujas, una ciudad pequeña de la que sólo sobresalían las torres de otras iglesias, nada más. Tomamos varias fotos y emprendimos la difícil y concurrida bajada. Salimos al Burg. O. pasó por el cajero, yo cambié un traveller’s cheque y aprovechamos de parar en el correo casi vacío y hacer un par de envíos.

Entramos a la Basílica de la Santa Sangre, al lado del Ayuntamiento. Casualmente los viernes se muestra esta reliquia al público y nosotros estábamos ahí. La iglesia es más bien modesta, así que en verdad debe tener una gran atracción para ser tan popular: sangre de Cristo. Yo no tengo la menor idea de cómo la habrán recogido (de todas formas no creo que sea la suya, ¿es que todo el mundo estaba ahí recogiendo souvenirs?), pero de cualquier forma era horrible la sola idea de pensar que esa sangre lleva más de dos mil años encerrada en ese bonito relicario de oro y piedras. La idea era fatal, pero la realidad era aún peor. Será sangre muy santa, pero yo casi me desmayo del asco. El cura, sin embargo, era muy simpático echándonos el cuento y preguntando de dónde éramos, tratando de hablar en español. A mí me sudaban las manos; siempre me inquieta acercarme a los curas, siempre termino mintiéndoles para que no me sermoneen.

Salimos sin pasar por el museo; yo aliviada de respirar aire fresco. Apenas le dimos un vistazo al Ayuntamiento y al Antiguo Palacio del Brugge Vrije antes de meternos por la Blinde Ezelstraat, que da hacia el Vismarkt, aún oloroso a pescado. Esta vez yo estaba felicísima de dejar que él se ocupara de los mapas y de mostrarme la ciudad, porque los nombres de las calles me resultaban sencillamente ilegibles. Así pues, íbamos por aquellas calles entrelazadas, algo curvas, hasta llegar a Hof Arents, donde están los Cuatro Jinetes del Apocalipsis de Rick Poot, 1987. A O. le encanta este grupo de esculturas y se moría de ganas de llevarme, en especial porque ahí cerca hay un calabozo muy oculto donde sueña que hagamos el amor. Ojalá que eso pueda ser en verano.

Ahí mismo, en la Mariastraat, nos encontramos con Onze Lieve Vrouwekerk Brugge, pero ¡horror!, estaba cubierta por andamios que profanaban la fachada, amenazando con mantener también sus puertas cerradas. Yo estaba a punto de hacer pucheros. Le dimos la vuelta a la construcción de los siglos XIII – XV y su torre de 122 metros, a ver si podíamos entrar por las buenas o por las malas. Menos mal que nos ahorraron el trabajo y tenían abierta la puerta de la nave derecha, discretísima, justo la de la Madonna con el Niño, sutil, frágil, melancólica... Me negaba a pensar que aquello era simple mármol de Carrara esculpido por Miguel Ángel. Al fin reaccioné para ver el resto de la iglesia. Empezamos por el Caravaggio a la entrada de los mausoleos de María de Borgoña y Carlos El Temerario, que datan del XVI y están decorados por unos paneles de dimensiones insólitas. Bajo tierra se veían las tumbas que contenían los cuerpos, además del cofre con el corazón de Felipe El Hermoso, personaje que no me simpatiza. Como lo pensé en el momento, resultó que las otras tumbas policromadas eran de la Edad Media. En la nave izquierda de la iglesia había un confesionario tallado en madera que era para subyugar al más ateo, lo mismo que el púlpito, también de madera, en la nave central. El altar era un pastiche: base rococó, órgano del XVIII y un crucifijo del Renacimiento. Yo no podía irme, por supuesto, sin volver a contemplar a la Madonna. Haberla visto mitigaba la pena que me daba no poder admirar la fachada del edificio, víctima de las restauraciones por ser Brujas la capital cultural de Europa el 2002.

Ya empezaba a atardecer cuando atravesamos varias chocolaterías y tiendas típicas de encajes, tapices y muñecas. Paramos en una dulcería y devoramos la compra en todo el frente del Minnewater, el lago de los enamorados. Pleno atardecer, el canal más bello de los muchos de Brujas, poblado sólo por cisnes y patos... casi me parecía sacrílego estar comiendo. Casi al lado atravesamos la puerta del Prinselijk Begijnhof Ten Wijngaarde (en cristiano, el Beaterio), construido en 1245 para las beguinas de entonces, ahora ocupado por las benedictinas. Nos tomamos fotos y merodeamos en silencio sin lograr atisbar a una sola de estas monjas. Regresamos por con intención de comprar chocolates para la familia y los amigos y uno que otro souvenir.

Disfruté de mis primeras, generosas, calientes y cubiertas frites mientras descansábamos en Burg o Markt, de noche ya no distinguía. Al contrario de París, Brujas es diez veces más hermosa de día que de noche. Camino a la estación, me despedía de esta ciudad con más nostalgia que de ninguna otra en todo mi viaje. Era un lugar en el que estábamos en calma, sólo disfrutando del entorno, regresando al estado simple de las cosas. En el tren, iba garrapateando notas sobre lo que había visto, pensando en tantos canales, plazas, en la sensación de unidad de este sitio, en la calma y la belleza de todos sus rincones. En que me gustaría volver. Pensaba en que esa noche llegaríamos a la casa muy cansados. Pero no me importaba. Acababa de tener un día perfecto.