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Dios protege a los pasajeros

El nombre de la aerolínea, las últimas letras ampliadas por la perspectiva, rompe con la horizontalidad del mundo. Con un asiento de por medio, un rubia hermosa a principio de sus treintas se persigna y yo la imito porque quién quita. Domínguez, mi profesor de religión y literatura en primer año -dos materias que entonces estaban separadas-, en una de sus legendarias digresiones nos dijo algo que nunca se me olvidará: “Dios protege a los pasajeros de los aviones, así haya uno sólo que crea en él”.

El 737 emerge de las nubes. Volamos a ras de un manto gris delimitado por unos cúmulos en el horizonte. Sonny Rollins interpreta My Reverie mientras la turbina, nítida a dos metros, intenta inútilmente atravesar un incierto arcoiris. Llevo cinco vuelos sentándome en la puerta de emergencia sobre el ala, la fila trece, la fila inexistente. El destino me está tentando y viceversa, todo es parte de una conspiración hexagonal encabezada por la NASA para asesinar a los líderes de la nueva izquierda latinoamericana e impedir que yo cumpla mi sueño de ser astronauta.

Cruzamos los territorios ocupados por su recuerdo. El aire es más claro, más doloroso, lo intuyo al tocar la ventanilla. Abajo, el canal de navegación se abre azul entre las aguas grises, llanas, estancadas por las islas que cierran el Lago. Más allá, bajo el sol, el Mar Caribe es atravesado por un caudal de cristales azules a contracorriente. La frontera está adelante, acercándose, invisible. La larguísima playa hace una curva abrupta para formar el cuello de la Guajira. Hace veinte mil años, una mano gigante arañó el suelo y dejó, junto a la franja blanca de arena, un conjunto de paralelas color crema en los verdes, casi negros, matorrales de la costa.

La turbina, compañera de puesto, tiene una tapa abierta; se agita en el aire como una baratija de metal colgada de un hilo en una venta ambulante, como una paleta de latón sacudida por un niño, Dios. Una vez JA, O y yo diseccionamos un robot de hojalata y descubrimos que antes había sido un refresco chino. Entendimos que hasta las cosas más definitivas son reciclables y que en una juguetería de Plaza Las Américas puede comprarse un poco de pasado, directo desde el otro lado del mundo.

A mi derecha, Emma, nasal e hiperquinética, ojerosa y con rizos, bella panameña de sociedad, no puede quedarse tranquila desde el momento en el que comencé a garabatear en la libreta marrón de viajes. Lee un ladrillo, en tamaño y contenido, de Poe; se regresa una página, lo deja unos segundos, hace un amague de cerrarlo, intenta dormir y a ratos mira a través de mí, por la ventana hacia la noche que se aproxima.

Finalmente interrumpo su ritual y digo, por encima de mi timidez y las turbinas, “Disculpa ¿Puedo verlo?”

Tres colecciones de historias, seiscientas páginas, papel crujiente, tapa dura, cubierta vinotinto y crema. Es, efectivamente, un libro hermoso, como para llevar a la cama, soñar con él.

¡Tud! Un golpe hueco. Sin salir del sueño miro por la ventanilla. Humo, sólo un poco. Más allá, ese aspecto vencido de las nieves eternas, como algo que una vez fue hermoso. ¿Nos vamos a morir? me pregunto con genuina curiosidad mientras el otro motor grita y Emma repite “¡Ay Dios mío! ¡Ay Dios mío!”. Un barullo nervioso se escucha por todo el avión.

Miro con curiosidad la mascarilla antes de deslizar mi mano extendida por la liga y colocármela por encima de la cabeza. Hago este movimiento, preludio de una tragedia, con la elegancia de los que entrenan. Siempre leo los instructivos, me gusta saber dónde están los salvavidas, y antes de despegar, por puro respeto a las tradiciones milenarias, suelo mirar con atención a las aeromozas mientras repiten ausentes su ritual pre-vuelo.

Oscuridad en el norte de Colombia. Sonny Rollins sigue sonando mientras nos precipitamos sobre Barranquilla. Un sendero de luces se enciende dentro del avión, señala el camino de la muerte. Pasillos iluminados como los del cine del Centro Ciudad Comercial Tamanaco mientras Bono canta por los Estados Unidos y todos aplaudimos emocionados porque el cine cuesta 8 bolívares los menores y mi papá nos lleva a ver una película de BMX a la que no podría entrar solos. “Stuff, ¿tú sabes lo que significa Stuff?” le pregunto a J mientras vemos los afiches, me contesta que no y subimos las escaleras mecánicas para comprar cotufas y hablamos de películas vanas, de estrellas del minuto, sentados en los muebles cuadrados del lobby, esperando la hora en la que aterrizamos a salvo.

Aparecen los sánduches a las 2 am, un club-house de bistec cortesía de la casa para quienes nos atrevemos a volar. Cierro los ojos al amanecer y despierto en el Aeropuerto Juan Santamaría, en Costa Rica. El más gringo de todos los aeropuertos de occidente, una trampa jaula turística con tema selvático y aroma de café de veinte dólares que empieza a cansar luego de tres horas. Exploro todo el recinto, áreas en construcción, tiendas y una humillante sala de fumadores -“Sala de Parias”, parece decir en la puerta-. Establezco mi residencia en el Burger King. Familias enteras van y vienen, o se quedan en la ventana a ver los pájaros. Es una fortuna tecnológica poder ver películas en DVD dentro de un aeropuerto y evitar así que con la llegada y salida de los aviones uno sienta que se le acaba la vida. Me lamento por las horas que no vuelven, cierro los ojos.

Despierto en el Benito Juárez de México cruzando una puerta modesta. E1, al lado del Barón Rojo. Hay una que otra persona esperando a los que salimos: taxistas y familiares comprados por las multinacionales. Algunos choferes, los más vagos o los peor pagados, tienen sus carteles abajo, volteados, con el nombre de sus clientes fuera de vista. Otros hablan sin prestar la más mínima atención a los que salimos de los tres vuelos que llegan en ese momento. Me busco con disimulo en los carteles, pero no, nadie me espera. Junto a mí, un par de hermosas hermanas aguardan emocionadas. Afortunado regalo para la vista en un lugar que pronostica una larga sequía de belleza.

Inmigración nos ha vomitado en un pasillo estrecho, un lugar de tránsito, y todo el mundo continúa su vida, se va con sus familiares. Son las once de la noche, trabajo mañana a las nueve y allí estoy, en la ciudad más grande de América sin una dirección, una pista, una manera de llegar algo que lejanamente pueda parecerse a casa. El nombre de la aerolínea en el mostrador junto a la puerta, las últimas letras amplificadas por la perspectiva. Me persigno y salgo a cazar un taxi, Dios protege a los pasajeros, decía Domínguez.