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Grundlegung zur Phantastik: Die Kunst Maerchen zu schreiben

(O lo que es lo mismo: Fundamentos para una Fantástica: El arte de escribir cuentos. O lo que también se puede decir de este horrible modo: Teoría de la imaginación: ¿cómo demonios escribir un cuento?. O también así: Manual Literario: algunas lecciones básicas para contar una historia. O incluso: Curso de Narrativa: hágalo Usted Mismo. Hasta llegar, de hecho, a algo como esto: Ficciones: ¡invente sus propias mentiras y diviértase a lo grande! En fin, detengo las combinaciones)

Para Luis Nouel

El resto de estas posibilidades apócrifas pueden encontrarse en el hermoso libro: Gramática de la fantasía, de Gianni Rodari (Planeta, 2000). Debe advertirse que Rodari no le dirá cómo hacerlo, pero sí le ofrecerá algunas divertidas variantes de cómo descubrirlo (Ednodio Quintero apuntaba, para un prólogo de Rayuela, la ventaja de un arquero que practicase su oficio disparando al inmenso y melancólico disco luminoso de la luna; metáfora que, dicho sea de paso, bien podría ser la respuesta latina a los versos alejandrinos de Cavafi y el demorado viaje a la isla de Ítaca, tan presente en el corazón).

Como es sabido, todo Ars Poética fluctúa entre la pedantería y la candidez. En el mismo libro de Rodari se lee, por ejemplo, esta frase de Novalis: “Si tuviésemos una Fantástica, así como tenemos una Lógica, estaría descubierto el arte de inventar", idea que si bien nos hace esbozar una sonrisa cómplice, al mismo tiempo nos hace pensar en la dulce ingenuidad de las arquitecturas racionales. Como Poe, por ejemplo, quien construyó todo un sistema de poleas y andamios sobre los cuales habría de levantar, luego, el castillo de papel de su poema The Raven. Ya se sabe lo espantosa que puede ser esa lectura.

Pero todas estas son digresiones que llevan a ninguna parte. Mejor enfilar las esquivas moscas caligráficas (escribo con cierta melancolía) y apuntar mi flecha hacia otro disco selénico. La historia de cómo descubrí un curioso Arte Poético.

La cosa ocurrió así. Apenas entraba tambaleante al jardín salvaje de la adolescencia con sus lascivas  pornográficas, con sus tardes falaces. No me gustaba el colegio, ni mi casa, ni la vida, ni yo mismo. A veces, por pura obstinación, me tumbaba en un mueble de la sala tapizado al estilo Luis XV y leía un voluminoso diccionario Larouse de pasta dura. No era mucho, pero al menos servía para espiar en el zafari excitante de las etimologías. Leía poco, a no ser por la revisión febril de un libro sobre el triángulo de las Bermudas donde descubrí el misterio de la flotilla de aviones Avangers desaparecidos --de un tiempo a esta parte se especula que en realidad cayeron en los pantanos de Okeefinokee. Dicho en términos llanos, mi vida fluctuaba entre el sueño y la mirada ensoñada de los inmensos globos aerostáticos de las modelos de las revistas eróticas. Algo tenía que ocurrir, y ocurrió. Me topé con una poetiza.

Ella era más bien baja, regordeta, de grandes labios fosforescentes, con una falda de pinzas que levitaba con cierto descaro entre las estatuas desganadas del patio de mi colegio. Algo mayor que yo, discurría en un abismo de malas calificaciones, de estropeado record académico, asuntos que ella desdeñaba con sincera indolencia. Cierta mañana hablamos de ya no sé qué canción de moda y me sorprendió la simpatía con la que tomó unos comentarios que, de seguro, eran banales (yo era tímido, entonces). Algo que seguramente se me escapó le hizo decidir que yo sería su lector. Comenzó con dos o tres poemas caligráficos, escritos con una letra bien cuidada, redonda, pero ¡ay!, desprovista de todo pudor ortográfico que ejecutaba sobre hojas de un papel rosado. Después, con algo más de confianza, decidió entregarme dos cuadernos de intrincados versos rimados, con título que más o menos podrían versionarse de este modo: "La luna te extraña"; "Instantes eternos de un gran amor"; "Palomas fugitivas de la pasión". Tenía un novio. El novio era árabe y trabajaba, según entendí, en una desolada mueblería familiar. Seguramente también era una polilla insaciable: requería de ella muchos poemas que, suponía yo, debían acompañarle en las mil largas noches de su soledad sin Scherezade. Ella era impetuosa y, como toda escritora, algo presumida: gustaba de escuchar mis comentarios al tiempo que, con la punta del zapato, describía un arcoiris imaginario sobre el piso de tierra del jardín del colegio. En algunos momentos (pocos, pero deleitosos), me permití imaginar qué ocurriría si en lugar de aquél sombrío novio de Alepo ella se concediese la liviandad de estrecharme contra sus grandes senos cautivos y decirme al oído sus rimas bucólicas entre exploraciones electroeróticas.

Fue con ella (o por ella), que incurrí en el chapuzón de la poesía sentimental. Me prestó sus libros, casi todos en el formato de baratas ediciones de bolsillo de poetas románticos. Páginas en las que es posible imaginar a un señor de grandes patillas con formas de chuletas que espera el latido de una musa con el codo reclinado en una mesa y una mano en el mentón. Inútil decir que, por momentos, creí entender que esas rimas estereotipadas y banales correspondían con una delicada manifestación del arte. Inútil decir que me conmoví, que admiré esos desolados templos de tópicos verbales. Ninguna literatura es mala en sí misma, pero existen registros que pueden hacer estallar un tímpano delicado.

Alguna vez, me mostró una nota en un periódico de provincia donde acababa de publicar un acróstico en honor a un abuelo muerto. Las estrellas rimaban con querellas. Impresionable, como todo adolescente, creí entender que su talento era infinito.

Debieron pasar unos años, debió ocurrirme el descubrimiento de las Literaturas Mayores, debí recorrer el arrabal de las metáforas, para encontrarme una tarde, en una biblioteca ya casi olvidada, con un voluminosos libro de repertorios poéticos (portada en pasta dura, cuernos de cornucopia, serafines enamorados que tocan trompeta, una monja borracha). Le di un vistazo con la nostalgia de quien asiste a una tumba antigua. Recordé a la poetiza adolescente (tiempo atrás la encontré en la calle de una ciudad plana de la que me había ido para siempre, llevando un cochecito y en él, un bebé de traje rosado: Penélope tejiendo escarpines rosados). Descubrí, con sorpresa, con ternura, que algunos de los versos de ese libro repleto de poetas bucólicos correspondían letra por letra con algunos de los poemas que un tiempo atrás ella me hizo leer como productos inspirados por sus musas privadas. El ocio, el calor de unas vacaciones demasiado largas me hicieron llevarme ese libro conmigo, buscar entre papeles olvidados. Encontré algunos versos. Rastreé, comparé, me sorprendí (Sherlock Holmes en calzoncillos, una insípida aventura detectivesca cuya víctima es un esqueleto de palabras). La conclusión era obvia: su sistema consistía en tomar versos bucólicos y, a partir de ellos, realizar combinaciones en base un sencillo mecanismo de rimas y permutaciones.

La imaginé copiando aplicadamente sus versos favoritos, permutándolos entre ellos. La supuse sobrecogida por el placer solitario de la literatura, aunque sus motivos estuviesen afectados por el plagio. Aunque la invención fuese sólo la maniobra de sacar un poco la lengua y dejarla asomada entre los labios al tiempo que se toma un dictado con letra redonda. Pensé que era justo; que existía algo irremisiblemente sabio en ese gesto, pues ese artificio vagamente delictivo encerraba, en el fondo, toda una comprensión de la poesía sentimental: el placer reiterativo de los temas, la pasión desbocada por la rima ingenua, el abismo de la luna, las estrellas, el anhelo íntimo de encontrar palabras sencillas para una emoción que es, después de todo, un episodio de emoción, candor y cursilería. Es decir, literatura. Un modo de hacer literatura.