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- Quítate las manos de la cabeza. Eso es si tu mamá está muerta.

Apretó los labios. Vio las manchas de la pared, el polvo flotando en el sol. Olió el desorden, áspero, profundo. Estuvo a punto de responder.

- ¿Quieres que me muera?

La patada lo tomó de sorpresa, y se percató de su soledad. Sarna, patada, bruja, coñazo, choro, patada, maldito malandro, y más palo.

Le faltaba el aire. Era inútil gritar. Además, había leído Pedro y El Capitán. Pensó en revolución, y por última vez lamentó no haber nacido en dictadura. Combatir a la seguridad nacional, leer a Marx, inscribirse en el partido, carajo, escribir poesía.

Nada. Un policía puso a su lado, en el piso, un revólver. Cuando miró, sintió el plomo, tibio.

Quítale las manos de la cabeza, y se fueron.

El dolor vítreo de mis ojos, me impide ver mas allá de mi propia realidad idealizada encarnada inútilmente en la incapacidad, en el estancamiento sentimental de tu expresión

Mi mente, mi corazón no encuentran nada, los lazos se han roto, en su desconsuelo solo encuentran tu mirada mas fría, tu corazón impenetrable.

Lucho en contra de una soledad absoluta, que me flagele y dicte mi propia muerte. Intento aferrarme a una utopía, tan bella como imposible.

Sumergido en un castillo de papel solo encuentro falacias, un engaño un corazón, mi mente estafada.

En la soledad rutinaria de mis días, con nada me contento. La resignación sabe a azufre, quema la garganta y una salinidad reseca mi rostro.

Cada día el trecho se hace aun mas grande, mis pasos tímidos mas lejanos, y tu mirada mas distante.

Cuarenta Minutos

No hay nada que pueda hacerme sentir en mejor estado ahora mismo.

Considero que es difícil que el simple pasar de los días pueda traerme algo. Hace justo un par de días que vengo husmeando por esa vertiente del tema. Son exactamente el cúmulo de horas que he pasado más tranquilo, sin bien la timidez de mis excesos mentales, como abalanzándose licuosamente sobre grandes cúmulos de arena, acaban superando las barreras que separan a este estado de otro, resultando un mismo panorama quejumbroso y triste.

Hoy mismo, salí a la calle cuando se acercaban las cinco de la tarde y tomamos un café de cuarenta minutos. El sol derramaba sus últimas notas de luz y calor, y nos estaban envolviendo en amarillos graves, pomposos, casi lastimosos. Fue un café esplendido, más que suficiente para un día como hoy. Y es así, me complace ese dolor leve que lo inunda todo, y me reconozco en él.

No atendiendo a todo eso, o aun así, podría pensar que en algo he avanzado, todo es cuestión de calma y probablemente pudiera llevarme meses en este continuo aplazamiento, aquietado, como vencido.

Había decidido cortarme el pelo. Otros cuarenta minutos de éxtasis camino de la peluquería. En esta ciudad el tráfico absorbe para si todas las horas posibles para sacarles punta. Pero a mi no me afectaba, todo se me mostraba sugestivo, los diferentes planos de un mismo paisaje lleno de edificios, de gentes, de luces. Y también el caer continuo de una noche que no puede entretenerse y llega justo a tiempo. Siento con violencia que estoy relajado, otra vez todo parece estar mal curado, o enfermando de yo no se que. Son los bloques de apartamentos de aquellos que disgustan a cualquiera, una barata imitación cargada de humanidad de los desniveles alpinos. La gente parecía en general contenta, estaba todo muy hermoso, es lo peor de todo. Y todos andaban confiados. Por fin encontré una peluquería que me ofreciese un corte de pelo al instante. Pero ahí cambió todo, y hubiese saludado cordialmente al peluquero sino fuese porque recordé aquello que olvidé no recordar. Podría haberlo hecho, tal y como entre en el pequeño local me sentaron para comenzar, lo que esperaba de un sitio como aquel, muy como los que recuerdo de pequeño, nada de lo que nos espera a casi todos después, en cuanto a peluquerías claro, un constante vaivén de cabezas, manos y tijeras, en una unión siempre desconcertante. Casi no le dije nada, como acostumbraba a hacer, salvo cuando se acercaba con la navaja a mis patillas, solo eso, el resto lo hizo el solo, y acabe en la calle cuarenta minutos después, con el aspecto de un novio que regresa del mar mucho tiempo después, con los ojos centelleantes, aguardando barbilampiño y recién limpio al amor que dejó en puerto justo donde ahora espera. Y entonces ¿qué?, otra vez todo a medias con el dolor y el placer, todo entre hoy y ayer, lo mismo de nuevo, todas las diferencias salvadas, y esto no puede ser verdad, no de forma definitiva, ni siquiera mañana puede seguir siendo verdad ni lucir suntuosamente como hoy, como si mi inexcusable figura le fuese ajena.

¡Buenos días, España!

Hoy me he despertado pensando en escribir un poema sobre cómo tener fuerza de voluntad, por una cuestión de supervivencia, para creer en algo.

Iba por la calle Javier Días, en una provincia cualquiera de Argentina, sin afeitarme y con pocas ganas de ducharme.

Una parte del dinero se acababa, la otra estaba en manos de terceros irresponsables. Prácticamente sin vínculos de afecto familiar, me voy convirtiendo poco a poco en un escéptico en lo que se suele llamar “amor entre los humanos”.

Soy una mezcla con dos pasaportes que sufre la risa cínica de la gente cuando le digo que soy escritor con intenciones blasfemas contra Dios, quien no me ha dado absolutamente nada que fuese duradero o valiera la pena.

Ni aquí ni de donde salí hay alguien que haya leído a Rimbaud o se haya emocionado con la trágica vida de Van Gogh.

Estoy solo, verdaderamente.

Y pensaba escribir un poema "te obligo a formar parte de mí, esperanza".

Mi mundo no tiene un contrapunto.

A veces me duele el sentimiento de inutilidad.

Me he convertido prácticamente en un alma sin sombra. Tal vez esté viviendo para los siglos futuros, o para nada. Tal vez sea realmente muy pequeño, insignificante, y no merezca más de lo que tengo –ni siquiera un rincón para avergonzarme en donde nadie me vea.

Estoy expuesto.

De seguir así, pronto voy a estar pidiendo a la gente: “¿puedo vivir?”.

Mañana gris.

Sin sol, sin viento, sin lluvia.

Me inclino sobre el ordenador y leo en el correo electrónico la tristeza de las personas de todo el mundo por el atentado en los trenes de Madrid.

En algún momento, se me pone la piel de gallina.

Soy Español.

España es bonita y eso me duele. España es mía, ¿pero por qué está tan distante? ¿Por qué todo está tan distante? La verdad es que estoy confundido, he llorado un poco.

Perdonadme.

Todavía soy capaz de sentir algo y parece que en este barco voy solo (tal vez por una razón cínica) para inventar la esperanza. Morir por ello, mejor que por nada.

¡Buenos Días, España!

Resistiremos.

11.03.2005

Marcelino Rodriguez Y Carmen Aparecida Lopes
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