Mi Ámsterdam (y II)
- I wanna kill you-
Un tipo gigante, de rasgos Samoanos me embistió con su cara de odio, sentimiento del cual sólo él estaba al tanto. Jamás lo había visto en mi vida, hasta ese momento no le había tocado el culo a ninguna de las Red Light District Girls y no tenía tampoco cara de turista millonario. Igual me toco a mí su odio y yo solo esperé que mi muerte doliera lo menos posible. Puñalada, disparo, coñazos, ignoraba el método, no sabía con que vendría y, en mi precaria situación, tampoco importaba. Pero el tipo se detuvo frente a mí. Me miró como reconociéndome, mientras yo estaba atrapado entre los ladrillos de la pared y la posibilidad cierta de unas costillas rotas.
Increíblemente, el tipo dio media vuelta y siguió su camino. A mi se me fueron tres días de vida en un segundo, y aquí no pasó nada.
Corrí sin ver hacia atrás, no tenía dirección, pero rápidamente caí en mis familiares burdeles comerciales. Por un momento de la estancia, justo después de entender donde estaba, me sentí listo para morir, irme con ella. Perdido en el corazón de la pequeña Babilonia, la ciudad imponía sus reglas y yo solo podía defenderme con un discman que reproducía algunas de mis más estimadas canciones salsosas-cabilleras.
Demasiada vista por hoy-, eran ya la 1:30 de la madrugada.
III: Día Dos
A las 11 AM estaba despierto para aprovechar el desayuno incluido en la paga del hostal. Me siento a comer al ritmo del bit del disco negro de Metallica, riéndome de cómo el estar se convierte en una escuela donde se aprende a fachar. Arrebata’o a las 11:15 de la mañana, después del café con pan y mermelada, me pongo a conversar a esta hora con un pana llamado Sable, quien hablaba sobre Kerry y el por qué en un país demócrata gana de nuevo un tipo como Bush. Escribiendo aquí, en este preciso instante, me siento lo más tranquilo que he estado en mi vida. Disfruto la buena música en silencio, tripeo lo de pinga que la estoy pasando. Y ya.
Hoy toca observar de día, echarle una vista a Van Gogh, un tipo que a base de licor de Absinth (y bolas), logró piezas que hoy se pueden… qué se yo… ¿admirar?
Salir, tomar aire, caminar. Lo más difícil en estos dos días ha sido acostumbrarme a la cotidianidad. Difícil es en cualquier lugar nuevo, pero no sé por qué pareciera que aquí lo hacen a propósito. Lo que no puede negárseles a los habitantes de Ámsterdam es que son tolerantes.
Empecé a caminar, y me volví a perder (tampoco es tan grave, en verdad nadie me está esperando). Ha nevado un poco desde que llegué aquí y temprano me di cuenta que esta ciudad es, ante todo, espacio ganado al mar. Mis pies mojados me lo repiten por enésima vez. En el camino hacia el museo retuve algún par de ideas que me parecieron curiosas de la ciudad:
i. Pasando por la estación de Policía me pregunté ¿cómo se sentirá ser policía en una ciudad donde la marihuana se vende frente a todos?
ii. Smart Shop:“véndeme el hongo filosófico, por favor”.
iii. Weeler Taxis: en Ámsterdam hay taxis que se manejan como triciclos, así:
iv. Van Gogh:
Un par de “pataditas” antes de entrar al Museo de Van Gogh. Intento, se apaga el fósforo una vez. De nuevo, se apaga otra vez. No ayuda andar con una cajetilla de fósforos cuando esta nevando. Igual, no tenía por qué saberlo.
-Bueno, nada, concéntrate.
-Uno...
-Dos...
Tres... Pa’ dentro, acomoda’o otra vez-. Larga fila de gente, demasiados quieren ver a Van Gogh... o decir que lo vieron. Espero paciente, llega mi turno. No hay descuentos para estudiantes ni jóvenes (avaros y explotadores).
-Son 12 euros-.
-Dale-.
Ya adentro empiezas a ver como el Museo está diseñado para presentarte lo que ellos desean que tú conozcas del artista, y te llevan de forma lógica (presentación, antecedentes, influencias, primeros pasos, cumbre y cierre) hasta el mensaje que quiso transmitir (o desean obtengas de) Van Gogh. Fue de pinga visitarlo. ¿Qué queda? Yo entendí que Van Gogh, a los 27 años, después de una gran búsqueda en su alma (y consecuentes dosis de Absinth), decidió convertirse en artista.
Tuvo bolas y paciencia, transmitió su mensaje a través de la pintura, impulsando al resto a hacer algo, como él lo intentó en su momento. El tipo contó las cotidianidades de su vida de soltero, flojeada e irresoluta con el tema de la muerte, a quien (creo) le temía profundamente.
IV: Al final
Son las 6 de la tarde. Estoy algo aturdido y cansado pero Ámsterdam no me permite ahora recogerme para descansar y, aprovechando que estoy donde quiero, la idea es seguir descubriendo. Vengo viéndolo todo (y a todos) como imágenes diseñadas en colores pastelados, en iguanas de roca y piezas de ajedrez en tamaño agigantado. En verdad digo que voy pensando, pero estoy más pendiente de lo que pasa fuera. Mientras, como para recordar a mamá diciendo que me estoy portando mal en el mismo infierno, me consigo de frente a un grupo de misioneros evangélicos agrupado en círculos. Sus ropas recuerdan a las que usaban los integrantes del Ku Klux Klan, pero sin capucha. Una de ellas se me acerca. La tipa es igual a Shined O’Connor, la misma que rompió la foto del papa Juan Pablo II frente a la cámara de TV cuando yo tenía no más de 10 años. Me observa y entrega un papel con dibujos y frases sobre el Apocalipsis mientras me pregunta si he visto a Jesús en medio del frenesí de la calle consumista. No he tenido el placer, pero le contesto que si. “Shinned” me ve como tratando de salvar un alma perdida, posando su mirada condescendiente sobre mí, mientras yo la subestimo y prefiero fijarme en un grupo como de 12 escoceses vestidos con sus faldas, borrachos hasta el techo y celebrando a 1ºC de temperatura alguna canción de orgullo cultural tribal. La cosa comienza con el más joven y termina con un anciano, pero todos siguen el ritual. Gritos y sonrisas, botellas en alto y cantos. Detrás de ellos van dos ingleses que acaban de salir de un bar gritándoles su ¿anti- escosesismo? , y yo me río pensando en la coñaza que se merece quien no sabe contar.
Todo mezclado en menos de dos cuadras. Nieve, una cruz gigante de madera, comercios, misioneros y católicos ortodoxos, cerveza y hongos, McDonald’s y Kebops. A tiempo recuerdo salir de allí, antes de quedarme pega’o para siempre con la nueva versión de la evangélica. - Gusto conocerte-
¿Dónde estoy?: En Ámsterdam Juan, en Ams-ter-dammm.
No paro de ver. Y escuchar. Sólo veo pasar el instante que me tocó por estar aquí. Apoyados en la pared están a mi lado los surtidores hand service ofreciendo a los turistas la aspiradita lineal de acceso inmediato. Sencillo procedimiento: sirven un poco de couk en la mano del cliente y ¡¡¡¡snfffff!!!!, los ojos pa’ atrás. Aquí vende cualquier comunidad de hindúes, mafias de dominicanos, marfileños o alemanes, y así andan reclutando algún nuevo miembro a vender cocaína, uniéndose así al negocio familiar.
- Dinero rápido Rashid (o Hans, Nwanco, Leonel, aquí no importa el nombre)- le dicen. -Los riesgos son mínimos. Sólo tienes que dar rondas con la “mercancía”, y se la ofreces a quienes que pasen por ahí. Mira con cuidado y enséñala con cautela -
- No sé, tengo un poco de miedo, ¿y la policía?-
- Tranquilo, que ellos sólo pasan de vez en cuando en sus motos. Aquí todos saben como se mueven esas cosas... Empieza con poco y me avisas-
- Sabes que necesito el dinero, por eso estoy aquí-
- Entonces demuestra que quieres ganártelo-
Y él sigue su camino. Ninguno se dio cuenta que yo escuchaba su conversación al tiempo que veía pasar a varios clientes sangrando por la nariz, luego de la compra nocturna. Estas imágenes acumularon toda la sordidez que vine a ver, y sucedió justo al llegar la medianoche, con el campanear de la torre de la iglesia, que decía “presente”, recordando que está ahí, a dos calles y ni siquiera un minuto caminando. Para el que esté interesado en saberlo.
Que ladilla irme, pero toca hacerlo mañana. Si me quedo un día más, me quedo para siempre. Por eso huyo. Aunque ya sé que volveré.
Esa fue mi estancia en Ámsterdam: The solution to grow and bloom.
-Juan Carlos González Díaz
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